Son tres días siempre, pero son tres días del más puro existencialismo prestidigitador. Me pasa siempre después de darme cuenta de que moriré solo y que realmente me importa eso. Me pasa siempre después de un buen vodka y un buen paseo caraqueño y una buena caída. Y me pasa sobre todo cuando soy esta espiral de serpentinas y vómito, cuando soy blanco de la incertidumbre y de la levedad y de ser tan pesado como soy y caer tan fuerte como lo hago, y de ser quien soy en definitiva. Y cuando me pasa, me pasa, me bloqueo constantemente, dejo de pensar y soy puro cascarón, soy existencia pura.
Pero todas las espirales llevan a algún lado, y mientras caes lentamente dando vueltas y viendo todo una y otra vez, infinitamente repetido frente al mural de espejos, me doy cuenta de que yo no caigo hacia nada, sino que caigo constantemente en repetición, en el eterno-retorno-del-caer. Soy yo cayendo infinitamente, a veces consciente, a veces lejos de mí, pero soy yo cayendo, siempre, absolutamente siempre.
Y es doloroso enterarse de ser lunes, de siempre ser lunes por la mañana, ser picazón de bolas, ser vómito en el pantalón. Es siempre doloroso enterarse de ser el caído y el cayente y el caedor, y los que caen no caen conmigo y yo caigo siempre y ellos sólo son viajantes con destino. Y el leit motif es el caer, y suena redundante, pero cuando eres tú y no son ellos los del rapel invertido, los del paracaídas roto, los que ruedan por las escaleras, es más difícil no decirlo, quedarte cayado, pensar en sinónimos, antónimos, sinón...
Sé que parece no tener sentido y que lo único que esto hace es ser letras vacías es un espacio no-leído, pero acá estoy, es bueno escribir y desahogarse.
Volcán 10 muertos dimite tras polémicas permuta impide liquidar atribuyen resultados ataque en Gaza muestra la realidad latinoamericana.
lunes, 31 de mayo de 2010
martes, 11 de mayo de 2010
Vértigo
Las rayas de la habitación parecen congregarse en mí, dos pasos más al frente y las rayas me siguen, se tambalean conmigo. Como si fuese parte de una composición renacentista, soy el centro del enorme triángulo que le dice a la gente qué debe mirar, soy un limpiador de pocetas en medio del baño, soy un centro de atención.
Pero son todas estas rayas las que no me dejan pensar, estas rayas que se desprenden de mí hacia todas las direcciones me hacen caer en un estado de pesadez absoluta, de existencia en rascacielos. Nunca había pasado tanto tiempo en este estado de incertidumbre, en esta naturaleza en la que todo cae a mi alrededor y yo no caigo por mero capricho de mi cuerpo, porque todo cae y nada prevalece mientras yo me agarro a las líneas que proyecto.
Son las 4 de la tarde y crece en mí esta sensación de rascacielos tambaleante. Todo lo demás es tan pequeño y tan frágil que yo me siento parte del caos, soy una pieza enorme en un tablero de ajedrez a 45° y las líneas no son suficientes para aguantarme. Pero no existe una salida a ser un punto de fuga, no existe tal cosa como una cura al sentimiento inacabable del todo cayendo siempre en cada momento en un bucle infinito y yo no puedo, me agarro, me pierdo, me tambaleo. Y es...es...es...la insoportable levedad de los pies, del soporte universal siendo constancia en un mundo que se quiebra en sucesiones infinitas del mismo momento. Caigo hacia un mundo que cae hacia el universo.
Me siento más cerca del suelo, abro las piernas y veo hacia los lados mientras los instantes de caos se cristalizan ante mí y el presente sucede detrás de los cristales. No pue---sin querer caigo sobre mí y el mundo no para de proyectarse sobre mi figura. Sentada mi cara sobre el duro asfalto consigo entender que soy parte de un universo en espiral que desciende poco a poco mientras gira hacia arriba, y el caer no es tan fuerte como el vivir cayendo, y las sienes rotas son parte inseparable de la existencia pesada que corresponde al saberse materia y gravedad y volumen.
Y abro los ojos cuando un plato suena sobre mi mesa.
Pero son todas estas rayas las que no me dejan pensar, estas rayas que se desprenden de mí hacia todas las direcciones me hacen caer en un estado de pesadez absoluta, de existencia en rascacielos. Nunca había pasado tanto tiempo en este estado de incertidumbre, en esta naturaleza en la que todo cae a mi alrededor y yo no caigo por mero capricho de mi cuerpo, porque todo cae y nada prevalece mientras yo me agarro a las líneas que proyecto.
Son las 4 de la tarde y crece en mí esta sensación de rascacielos tambaleante. Todo lo demás es tan pequeño y tan frágil que yo me siento parte del caos, soy una pieza enorme en un tablero de ajedrez a 45° y las líneas no son suficientes para aguantarme. Pero no existe una salida a ser un punto de fuga, no existe tal cosa como una cura al sentimiento inacabable del todo cayendo siempre en cada momento en un bucle infinito y yo no puedo, me agarro, me pierdo, me tambaleo. Y es...es...es...la insoportable levedad de los pies, del soporte universal siendo constancia en un mundo que se quiebra en sucesiones infinitas del mismo momento. Caigo hacia un mundo que cae hacia el universo.
Me siento más cerca del suelo, abro las piernas y veo hacia los lados mientras los instantes de caos se cristalizan ante mí y el presente sucede detrás de los cristales. No pue---sin querer caigo sobre mí y el mundo no para de proyectarse sobre mi figura. Sentada mi cara sobre el duro asfalto consigo entender que soy parte de un universo en espiral que desciende poco a poco mientras gira hacia arriba, y el caer no es tan fuerte como el vivir cayendo, y las sienes rotas son parte inseparable de la existencia pesada que corresponde al saberse materia y gravedad y volumen.
Y abro los ojos cuando un plato suena sobre mi mesa.
miércoles, 17 de febrero de 2010
Caracas: ciudad-purgatorio
Luego de muchísimo tiempo vengo a poner algo acá, a ver si alguien lo termina leyendo, o a ver si le doy otro empuje a este blog:
Caracas es una ciudad-purgatorio, donde poco a poco la gente se dirige a una promesa de algo más, de un más allá, de un destino específico, pero la cual deja estancada a su población en un eterno ciclo de tráfico y smog. Estar en este ciclo infinito (la cola) dentro de un vehículo automotor es una experiencia de ahogamiento continuo, de esa clase de sensaciones que deben ser parte inseparable de la ciudad y a través de las cuales es más fácil conocerla, al menos sensorialmente. Pero a pesar de la irrealidad del caso, de la extraña sensación de estar ahogado todo el día todos los días sin ninguna isla cercana donde encalle el naufragio, la supresión de lo sensorial no es la respuesta para nadie; encerrado dentro de cada habitación vehicular se encuentra una montaña rusa de emociones encontradas donde la exasperación, el estado de alerta, la desesperación y el adormecimiento colman el espacio que fue impuesto como segunda casa y ellos son los que pisan el acelerador o el freno o mueven inútilmente el volante o tocan en señal de auxilio la corneta.
Así que, puesto bajo llave voluntariamente en esta especie de prisión-con-rumbo, me encuentro a punto de patalear, de llorar, y de pisar el acelerador y atropellar al primer carro que se le atraviese a la vía libre de carros que imagino.
Pero el paisaje no es alentador, no por falta de arquitectura urbana, o por regularidad del paisaje sino porque esto lo he visto millones de veces, no importa por dónde aparezca ni por dónde termine, el paisaje ya ha sido detallado millones de veces a la misma velocidad con los mismos pensamientos pasando por mi cabeza, algo así como si El Eterno Retorno de Nietzsche no fuese la carga más pesada imaginable de volver a vivir la vida completa como reafirmación de la misma, sino una carga que existe día tras día y donde las mismas penurias tuviesen que vivirse del mismo modo y el mismo dolor.
Pero el punto de quiebre de la cola, ese instante donde el ciclo parece volver a comenzar o caer en declive para su rápida recuperación, es siempre la decisión de moverte inútilmente, de dejar la masa aglutinada y gelatinosa de carros que se mueven unos arrastrados por los otros atraídos por la inercia derivada del tedio y la desolación, y cambiarse al canal contiguo y por un momento hacer que las masas enormes de gelatina de carros que no suelen tocarse se vuelvan una.
A la escena propia del teatro del absurdo de la humanidad atrapada en una máquina inventada para el movimiento además se le une, al menos en este caso, las probabilidades del choque tangencial con los equilibristas de la vía, los motorizados, y las probabilidades de que en el camino haya baches, burros acostados, policías buscando el aguinaldo, el terror en general. La montaña rusa de sentimientos se transforma en huracán, condicionado por el entorno, y mientras, chillan las cornetas de los carros en la desarticulación misma del sonido. Y aunque al tiempo que avanzo se abre la vía y con ella la posibilidad de ir más rápido, de soltarme por un momento del aglutinamiento de los motores, pronto me doy cuenta de que sigo en el mismo lugar, dos o tres minutos más descansado, pero los mismos motores rugen en disonancia y aleatoriedad confirmando la existencia de la ciudad-estacionamiento.
Estoy atrapado en un instante de repetición infinita, donde la existencia monótona del día a día no se da gracias a lo que criticaban las tendencias contra-culturales de los 60’s, la uniformidad del ser social obligado a trabajar en una máquina de montaje; sino que este monotonismo surge de existir en un camino repetido en instantes congelados en el tiempo.
Caracas fluctúa entre las promesas de llegar y la imposibilidad de hacerlo, y es en este juego de decepciones donde existe diariamente la ciudad y sus habitantes. Día tras día nos lanzamos a naufragar, y como islas podemos toparnos y hasta golpearnos con los demás, pero siempre seguir de largo ante lo otro. Y es en este principio de ahogamiento y encierro, que estamos casi obligados a aceptar, donde nos alienamos sin poder conseguir tierra firme, porque el desplazamiento, el naufragar toma mucho más trabajo y tiempo que el encallar momentáneamente en un lado, porque no vivimos en el aprisionamiento de nuestras cuatro paredes sino en el encierro hermético de un purgatorio de almas en el cual el destino es accesorio.
Y mientras avanzas y frenas, todo de manera muy lenta, sin ritmo alguno, vas quedando adormecido o exaltado, pero nunca cuerdo, nunca en tus cabales, la alienación es la respuesta necesaria para encontrarte en el tráfico. Poco a poco todo pasa y mientras tu velocidad interna pueda variar la velocidad del ambiente permanece inamovible y reacia a cambiar en lo absoluto.
En el momento que piso mi estacionamiento siento el alivio de haber llegado, de estar en tierra firme luego de la Odisea que recorrer la ciudad implica, pero el alivio es momentáneo, la satisfacción no puede durar mucho porque esta ciudad tiene la carga de no poder existir sino en esta situación de tranca, en el pesado halar de un carro a otro y de todo lo que a esto rodea. Circunscripto a la vía me encuentro de nuevo, sin haber podido pestañar nuevamente, aglutinado en la masa de rugidos y chirridos y cornetas. Tal y como las representaciones del Teatro Moderno, la escena se repite una y otra vez sin que los personajes logren percatarse de su encierro eterno en el purgatorio.
Caracas es una ciudad-purgatorio, donde poco a poco la gente se dirige a una promesa de algo más, de un más allá, de un destino específico, pero la cual deja estancada a su población en un eterno ciclo de tráfico y smog. Estar en este ciclo infinito (la cola) dentro de un vehículo automotor es una experiencia de ahogamiento continuo, de esa clase de sensaciones que deben ser parte inseparable de la ciudad y a través de las cuales es más fácil conocerla, al menos sensorialmente. Pero a pesar de la irrealidad del caso, de la extraña sensación de estar ahogado todo el día todos los días sin ninguna isla cercana donde encalle el naufragio, la supresión de lo sensorial no es la respuesta para nadie; encerrado dentro de cada habitación vehicular se encuentra una montaña rusa de emociones encontradas donde la exasperación, el estado de alerta, la desesperación y el adormecimiento colman el espacio que fue impuesto como segunda casa y ellos son los que pisan el acelerador o el freno o mueven inútilmente el volante o tocan en señal de auxilio la corneta.
Así que, puesto bajo llave voluntariamente en esta especie de prisión-con-rumbo, me encuentro a punto de patalear, de llorar, y de pisar el acelerador y atropellar al primer carro que se le atraviese a la vía libre de carros que imagino.
Pero el paisaje no es alentador, no por falta de arquitectura urbana, o por regularidad del paisaje sino porque esto lo he visto millones de veces, no importa por dónde aparezca ni por dónde termine, el paisaje ya ha sido detallado millones de veces a la misma velocidad con los mismos pensamientos pasando por mi cabeza, algo así como si El Eterno Retorno de Nietzsche no fuese la carga más pesada imaginable de volver a vivir la vida completa como reafirmación de la misma, sino una carga que existe día tras día y donde las mismas penurias tuviesen que vivirse del mismo modo y el mismo dolor.
Pero el punto de quiebre de la cola, ese instante donde el ciclo parece volver a comenzar o caer en declive para su rápida recuperación, es siempre la decisión de moverte inútilmente, de dejar la masa aglutinada y gelatinosa de carros que se mueven unos arrastrados por los otros atraídos por la inercia derivada del tedio y la desolación, y cambiarse al canal contiguo y por un momento hacer que las masas enormes de gelatina de carros que no suelen tocarse se vuelvan una.
A la escena propia del teatro del absurdo de la humanidad atrapada en una máquina inventada para el movimiento además se le une, al menos en este caso, las probabilidades del choque tangencial con los equilibristas de la vía, los motorizados, y las probabilidades de que en el camino haya baches, burros acostados, policías buscando el aguinaldo, el terror en general. La montaña rusa de sentimientos se transforma en huracán, condicionado por el entorno, y mientras, chillan las cornetas de los carros en la desarticulación misma del sonido. Y aunque al tiempo que avanzo se abre la vía y con ella la posibilidad de ir más rápido, de soltarme por un momento del aglutinamiento de los motores, pronto me doy cuenta de que sigo en el mismo lugar, dos o tres minutos más descansado, pero los mismos motores rugen en disonancia y aleatoriedad confirmando la existencia de la ciudad-estacionamiento.
Estoy atrapado en un instante de repetición infinita, donde la existencia monótona del día a día no se da gracias a lo que criticaban las tendencias contra-culturales de los 60’s, la uniformidad del ser social obligado a trabajar en una máquina de montaje; sino que este monotonismo surge de existir en un camino repetido en instantes congelados en el tiempo.
Caracas fluctúa entre las promesas de llegar y la imposibilidad de hacerlo, y es en este juego de decepciones donde existe diariamente la ciudad y sus habitantes. Día tras día nos lanzamos a naufragar, y como islas podemos toparnos y hasta golpearnos con los demás, pero siempre seguir de largo ante lo otro. Y es en este principio de ahogamiento y encierro, que estamos casi obligados a aceptar, donde nos alienamos sin poder conseguir tierra firme, porque el desplazamiento, el naufragar toma mucho más trabajo y tiempo que el encallar momentáneamente en un lado, porque no vivimos en el aprisionamiento de nuestras cuatro paredes sino en el encierro hermético de un purgatorio de almas en el cual el destino es accesorio.
Y mientras avanzas y frenas, todo de manera muy lenta, sin ritmo alguno, vas quedando adormecido o exaltado, pero nunca cuerdo, nunca en tus cabales, la alienación es la respuesta necesaria para encontrarte en el tráfico. Poco a poco todo pasa y mientras tu velocidad interna pueda variar la velocidad del ambiente permanece inamovible y reacia a cambiar en lo absoluto.
En el momento que piso mi estacionamiento siento el alivio de haber llegado, de estar en tierra firme luego de la Odisea que recorrer la ciudad implica, pero el alivio es momentáneo, la satisfacción no puede durar mucho porque esta ciudad tiene la carga de no poder existir sino en esta situación de tranca, en el pesado halar de un carro a otro y de todo lo que a esto rodea. Circunscripto a la vía me encuentro de nuevo, sin haber podido pestañar nuevamente, aglutinado en la masa de rugidos y chirridos y cornetas. Tal y como las representaciones del Teatro Moderno, la escena se repite una y otra vez sin que los personajes logren percatarse de su encierro eterno en el purgatorio.
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