No, nunca me había tocado la nariz de rodillas, pero era más cómodo hacerlo así que hacerlo en el aire, era más cómodo crearme toda esta maraña de patrañas que rimaban (mira mi marañana/llena de patrañas/amor mío), que se compaginaban en mi mente. Era como la mezcla del terrible dolor de cabeza con la aspirina, esa efervescencia inevitable de lo cotidiano con el golpe de la entropía, con ese golpe fuerte y duro, con esa pared de clavos.
La verdad me gusta sentarme así, de rodillas, la mano en la nariz; así siento al mundo, así puedo mirar bien el horizonte, es la posición de la nariz, de las cejas, es como un todo que se revuelve en el estómago, que sube por la médula y baja rápidamente hasta los pies que cosquillean. PERO QUIETO, ESTOICO, no muevas las rodillas, no quites la mano de la nariz, no intentes moverte porque ¡Ay, caramba! el desastre cósmico que crearás. La verdad es que las instrucciones se convirtieron en obsoleto en mis anaqueles de recuerdos vacíos, están ahí como esperando que las agarre y por eso aparecen estos vestigios de orden, de ordenación, estos vestigios, pequeños vestigios, del beso de mapurite, del abrazo de radiador, de la arepa con caviar.
No sólo lo cotidiano se suspende en Ctrl + Alt + Supr mientras me siento, sino que todos mis esfuerzos por encontrar el Nirvana de Pza. Venezuela se van a la mierda. Es como estas malas metáforas e imágenes, un montón de basura acumulada que se vuelven mi colchón de cada día.
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